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21.11.03

La función profética de la poesí­a.

por Omegar Martí­nez

¿quién de nosotros no había tenido curiosidades
nostradámicas durante la adolescencia?

Georges Dumézil

A lo largo de la investigación para realizar este ensayo, he descubierto que una de las características menos analizadas de la poesía, sorprendentemente, es la capacidad que tiene ésta de adelantarse a hechos históricos si es que el autor así lo decide, es decir, la capacidad de profetizar. El hecho es que las facetas posibles del análisis son muchas y los tópicos a abordar son bastantes, por lo que este escrito no pretende, ni mucho menos, plantear un examen exhaustivo del tópico, sino simplemente apuntar algunos problemas posibles con respecto a este tema tan amplio. En este caso la incursión al mundo de la previsión del futuro se hará a partir de dos autores fundamentales, Nostradamus y Torres Villarroel.
El primer problema a plantear se desprende del análisis del texto en sí mismo. Imposible analizar una obra profética como si se tratase de un soneto cualquiera, los recursos y el catálogo de tropos pronto se nos quedan cortos ante tan ardua tarea. Sin embargo al mismo tiempo es imposible dejar de tratar al texto cual si fuese poesía, puesto que lo es, al menos en el caso de los autores ya señalados. Al mismo tiempo la prosa no se presta para hacer profecías, al menos no en el mismo tono que nos presenta la poesía, casi por definición. El diccionario de la Real Academia de la lengua Española nos presenta con dos definiciones para la palabra vate: 1. Adivino, 2. Poeta; la raíz latina vates nos indica augurio, predicción, de ahí también vaticinio. Pero sobre la persona del profeta en específico iremos hablando más adelante.
Definitivamente la función polisémica de la poesía, y en particular de la metáfora, tiene mucho que ver en cuanto a la capacidad de predicción que pueda llegar a tener un texto determinado. Tomemos, por ejemplo, las profecías papales, las profecías de San Malaquías, que se han tildado una y otra vez como falsas o sobre-interpretativas. Si bien es cierto que muchos de los que han tratado de interpretar estas profecías lo han hecho basándose en la similitud de los símbolos textuales con los símbolos pertenecientes a los escudos papales, esto es sólo porque a ese nivel interpretativo la profecía sigue siendo lo suficientemente ambigua como para seguir siéndolo.
Esto se debe a que en un nivel básico, una profecía depende de dos cosas para seguirlo siendo, ya sea que se haya cumplido o no. La primera premisa básica de la que una profecía depende es el tiempo de antelación con respecto al hecho profetizado con la que esta se nombre. Parecería obvio decirlo, pero lo que esto quiere decir es que no se puede profetizar respecto a un hecho que ya ha acontecido. La segunda premisa básica es que la capacidad simbólica de la profecía debe de ser lo suficientemente amplia como para ser polisémica, pero a la vez no debe de ser demasiado ambigua. Esto es que alguno de sus elementos debe de nombrar un lugar, una época o un hecho que, aun cuando no sea absolutamente preciso sí debe de ser aproximado.
Para entender mejor este punto se puede dar un ejemplo básico. Siguiendo la premisa básica de que no se puede profetizar sobre lo obvio, pongamos que tenemos a dos profetas que desean hacerse famosos por sus dones de vidente. El primero enuncia que el Rey morirá, simple y llanamente, mientras que el segundo proclama que el reino verá terribles desgracias comenzando un invierno al llegar la ausencia del líder. El primer profeta se verá entonces obligado a nombrar una fecha casi exacta para el acontecimiento para que su profecía sea al menos tomada en cuenta. De otra forma sería como si cualquiera dijera que, por seguro, el Rey morirá algún día. En cambio el segundo profeta puede esperar tranquilamente a que el período de terribles desgracias acontezca, un invierno, y que una segunda persona lo interprete como tal, ya sea que el rey haya muerto o que se encuentre enfermo o que haya sido depuesto o enviado al exilio.
Conviene aclarar un punto estratégico en la elaboración profética que comprende lo críptico de la elección de las palabras. Como se apuntaba arriba, la capacidad polisémica ayuda a la profetización, pero ello por sí mismo no basta, puesto que la visión profética nunca es demasiado clara. La función profética necesita ser críptica para ser verosímil, para poder llegar a ser, en algún momento, verdadera. Es un hecho que si una enunciación profética es demasiado clara sólo provoca o desconfianza o pánico exaltado, perdiendo al poco tiempo su validez como profética en cuanto a que tiene una capacidad de adentrarse en un inconsciente cultural.
Tal hecho se debe a dos cosas: la primera es a la receptividad de la profecía a nivel subjetivo, siendo de esto el ejemplo más claro la ya clásica emisión radiofónica de La Guerra de los Mundos con la que miles de personas pensaron que estaban escuchando las noticias y no una dramatización y salieron despavoridas a las calles, con la consabida desilusión y enojo que sufrieron al enterarse poco después del error en el que habían caído al ser engañados por una recepción demasiado literal; la segunda, que es verdaderamente problemática, corresponde a la fuente de la cual proviene la visión del futuro, al problema de la inspiración.
No espero con estas páginas aclarar punto alguno con respecto al tema de la inspiración de los profetas. Es preferible comenzar por decir que el debate al respecto es mucho más extenso y tiene más connotaciones, tanto filosóficas y psicológicas como filológicas e incluso teológicas, que la inspiración del simple escritor. Por ello existe la necesidad de que la profecía sea críptica en sí misma, puesto que un augurio demasiado claro no es verosímil en cuanto a su origen. Sin embargo, discutir sobre el origen de un augurio, que puede resultar en campos tan irrebatibles como la inspiración divina o la metafísica cerebral, es de una importancia vital.
Al hablar de una profecía estamos hablando necesariamente, en principio, de dos personas reales: el que plasma el vaticinio por escrito, el profeta, “cualquiera que sea su fuente o su inspiración, es como pintor que Nostradamus fija ciertos detalles...” (Dumézil, 89); y de una segunda persona, igualmente importante para cualquier texto escrito, que es el lector. Para seguir hablando del origen de una profecía, hablaremos primero de éste último puesto que ya hemos venido apuntando cosas al respecto.
El lector de una predicción es el que dota a ésta de sentido. Aquel que hace una profecía, o que profetiza algo, nunca es el mismo que aquel que la interpreta. De hecho una profecía se convierte en ello sólo cuando una primera persona y muchas subsecuentes la entienden como tal, y le otorgan cierto sentido. Es necesario que el mismo que profetiza no sea el mismo que interpreta para mantener ese grado de ambigüedad necesario para la función profética de una poesía determinada. De este modo, “el lector de poesía sabe que el poema no se agota en su formulación, y, en la lectura, le concede una autoridad que le lleva a sumergirse en él para que la comunicación profética funcione. Esta misma dinámica opera de un modo extremo en los textos proféticos.” (Labrador, 101)
La distancia histórica con respecto al hecho profetizado por parte de aquel que interpreta también influye en gran medida en cuanto a la certeza en el análisis. Como bien se dice, casi como un lugar común, es sólo cuando el hecho sucede que la profecía revela su sentido. Es también de esta misma forma que una profecía carece de fecha de caducidad: mientras que sus posibilidades semánticas no se agoten, una profecía puede seguirlo siendo durante siglos. Un ejemplo, tal vez el más claro de este aspecto, es el libro de las Revelaciones o Apocalipsis bíblico, que fija lugares y acontecimientos específicos, pero se salva de la caducidad al aducir que el tiempo de la resolución de los hechos en ella nombrados es el fin de los tiempos, o el juicio final.
Es a nivel del receptor también que los esquemas poéticos encuentran su razón de ser en cuanto a los vaticinios se refiere. Esto es porque el uso de hiperbatones, cambiando e incluso modificando por completo la gramática normal, o de metáforas, cambiando la semántica de las palabras utilizadas, así como “la invención de palabras evocadoras, de logátomos, la aparición de extraños interlocutores en el discurso y la interrupción de la hilación racional de las frases”(Labrador, 102) coadyuvan en gran parte a crear el hermetismo que una profecía necesita. La profecía, al igual que la poesía, necesita ser subjetiva, necesita del sujeto para subsistir. En gran medida se podría decir que la profecía es el género poético que intenta crear sensaciones con respecto a un futuro siempre incierto.
Sin embargo no podemos olvidar a la persona del profeta. “El profeta es un hombre respetado y temido en las sociedades donde actúa” (Labrador, 98); es una buena definición de un profeta, por las cuestiones siguientes. ¿Cómo es que una persona decide un buen día escribir la visión de un futuro que otros no se atreven ni a esperar? ¿Y cómo es que, ante la mayoría de los análisis, logra acertar? Aun cuando aceptemos que mucho tiene que ver la elección de las palabras, el uso de poesía que puede llegar a ser críptico y la interpretación de terceros cuando el hecho ya ha transcurrido, tenemos también que aceptar que las profecías, o al menos algunas, se cumplen. Sea esto por las razones que sea, estamos hablando de una persona que acierta una visión de futuro, lo cual ya es en sí mismo un suceso improbable e impactante.
Por ello mismo la capacidad de un profeta para ser bueno o no, dejando a un lado las razones esotéricas o sociales en las que sería muy pesado ahondar, es más que nada una cuestión de estilo. Esto es sólo si por estilo comprendemos la capacidad que tiene un determinado autor para plantear y resolver problemas, de la siguiente forma:

Si se considera una obra como la resolución de un problema, fruto a su vez de los precedentes logros en el ámbito de la ciencia así como en el del arte, se puede llamar estilo a la adecuación entre la singularidad de la solución constituida por la propia obra, y la singularidad de la coyuntura de crisis, tal como el pensador o el artista la ha aprehendido. Esta singularidad de la solución, que responde a la singularidad del problema, puede recibir un nombre propio, el del autor. Así, se habla del teorema de Boole como de un cuadro de Cezanne. Nombrar la obra por su autor no implica ninguna conjetura sobre la psicología de la invención o del descubrimiento. Así, ninguna aserción sobre la presunta intención del inventor, sino la singularidad de la resolución de un problema. (Ricoeur, 871)

Por lo mismo se habla de las profecías de Nostradamus, o de las profecías de San Malaquías, con un nombre propio. Cada profeta tiene su estilo propio de resolución de un problema, que en este caso es el planteamiento de un futuro posible. Sin embargo, y he aquí el por qué del uso de la palabra estilo tan impunemente, de acuerdo con esta definición el hecho de llamar a las profecías con nombres de personas no implica necesariamente hablar de la psicología personal del profeta, sino de sus intenciones textuales.
No podemos dejar de lado ni olvidar, en ningún momento, el hecho de que algo, ya fuera la época o la moda o los acontecimientos a nivel incluso sentimental o psicológico, impulsa al autor a escribir su obra. Esto es especialmente importante al tratar de analizar la de un profeta. Las causas o motivos por las que alguien intenta profetizar son muchas veces oscuras e intrincadas. Y es que cualquiera de los dos motivos evidentes, ya sea un tiro a ciegas o la certeza de que se va a acertar con la predicción, son en gran medida muy ambiguas. La primera porque las probabilidades de que las cosas sucedan como uno ha dispuesto son muy remotas, especialmente hablando de fechas y sucesos muy lejanos en el tiempo, y no se alcanza a comprender qué ánimo puede impulsar un acto de tal índole, como no sea, claro, el intentar jugar una muy larga broma pesada; el segundo motivo es ambiguo porque es inverosímil para la gran mayoría de las personas pensar, por cualquier método, en estar absolutamente cierto acerca de lo que pudiera deparar el futuro, ya no digamos el muy lejano, sino el inmediato.
Es aquí donde el profetizar en verso también ayuda. Puesto que uno de los problemas claves del profeta es explicar la inspiración, sobre todo cuando ha acertado, no es raro hallar a aquel que se justifica, siguiendo el canon occidental, diciendo que la fuente de las visiones futuras tiene un origen divino. Y como la inspiración divina, como en el Apocalipsis, o en el Corán o en los textos de los, otra vez, profetas hebreos, viene tradicionalmente en forma de verso, entonces lo más lógico es escribir profecías en poemas. Para aclarar más el punto, está el siguiente párrafo:

Nostradamus escribe en verso, en endecasílabos rimados, con elisión obligatoria de las finales mudas salvo en la censura, después de la cuarta sílaba. Es el molde en el que se vacían todas las cuartetas de las Centurias. ¿Cuál es la relación entre lo que escuchó de su “fuente” y lo que puso por escrito? Nos encontramos en una situación menos simple que la de Víctor Hugo, cuando recitaba las respuestas más o menos poéticas que arrancaba de la mesa: Hugo aportaba todo; el estilo y la prosodia inmutables que él había conformado y, al mismo tiempo, no menos hugoliano, el contenido del discurso que él atribuía de buena fe a los espíritus. En las Centurias, por lo menos en las cuartetas IX 20 y 34, sabemos que el contenido no es de Nostradamus, o sólo de él, puesto que se verificó en la historia, pero la estructura rítmica, uniforme de cabo a rabo de la compilación, le pertenece. (Dumezil, 91)

Una vez que ya han quedado más o menos claros los conceptos en los que nos estamos basando, si bien algunos requerirían de un análisis más profundo, es esencial ahora el hablar de las profetas en forma individual. En los casos de Nostradamus y de Torres Villarroel nos encontramos con muchos y muy diversos problemas de la más diversa índole, y para llegar al fondo del asunto no queda más remedio que ahondar en los textos de cada uno. En este caso hablaremos sólo de un par de ejemplos famosos que tienen una cierta facilidad comparativa entre los dos autores, para ir aclarando puntos de una forma menos aparatosa.
Primero que nada es necesario considerar los textos como propios de cada uno e intentar hacer a un lado, por lo menos por un momento, el problema tan omnipresente de la inspiración. Es esencial decir que ante ambos autores nos encontramos con personalidades oscuras y difíciles de dilucidar, sobre todo a la distancia temporal. Cuentan Torres Villarroel y Nostradamus con personalidades, al menos, parecidas, si bien Nostradamus parece haber sido una persona más hermética y Torres más “contradictoria y extravagante” (Labrador, 87). Para mayor información bastará con consultar la Vida de Torres Villarroel o cualquiera de las múltiples biografías de Nostradamus, algunas de dudosa verosimilitud.
Puesto que las personalidades en sí de cada autor no son nuestro tópico principal, sino las profecías que estos realizaron, en seguida es necesaria una lectura rápida a los versos y a los sucesos que atinadamente predijeron. Pasemos primero a la predicción tan atinada de ambos autores del suceso que ahora conocemos como la Revolución Francesa. Don Diego de Torres Villarroel lo pronostica de la siguiente forma, en una décima que forma parte de sus Pronósticos para el año de 1756:

Cuando los mil contarás
con los trescientos doblados
y cincuenta duplicados,
con los nueve dieces más,
entonces, tú lo verás
mísera Francia, te espera
tu calamidad postrera
con tu Rey y tu Delfín,
y tendrá entonces su fin
tu mayor gloria primera. (Torri, 301)

A su vez, Nostradamus pronostica el mismo suceso, con unos cuantos siglos de antelación a Torres, de la siguiente manera en sus Centurias, en este caso las ya mencionadas IX 20 y 34:

De noche llegará por el bosque de Reinas
Dos partes vallituerta Herne la piedra blanca.
El monje negro [vestido] de gris dentro de Varennes,
Elegido jefe causa tempestad, fuego sangre cuchilla. (Dumézil, 19)

La partida resuelta (marido será mitrado),
Retorno. Conflicto pasará sobre el teja
Por quinientos. Un traicionar será titulado
Narbon y Saulce por cuchillos tendremos aceite. (Dumézil, 51)

En una primera instancia los textos son bastante crípticos en sí mismos, de no saber a qué fenómeno aluden. Sin embargo vasta un poco de análisis sintáctico y semántico para empezar a sacar cosas en claro de ambos textos. No pretendo llevar a cabo un análisis a fondo en estas páginas, puesto que para ello se pueden consultar muchos de los textos citados en la bibliografía, sino dar ejemplos para dejar en claro lo antes expuesto. En el caso del Pronóstico de Torres Villarroel tenemos que el aspecto más críptico a desentrañar, y la causa del profundo impacto que puede llegar a tener su profecía, es el de la fecha. De la siguiente forma se puede encontrar esta mención: “Cuando los mil contarás [1000] / con los trescientos doblados [600] / y cincuenta duplicados, [100] / con los nueve dieces más [90] ...”, al sumar los números nos encontramos con una fecha que no es otra que 1790, sólo un año después de el clásico 1789 que hay se considera como inicio de la Revolución. De hecho las consecuencias de ésta sobre el Rey no se dejaron sentir hasta unos años después, comenzando en 1790. El resto de la profecía, se nos revela, entonces, como muy clara, nombrando de hecho “Francia” y “Rey y tu Delfín”, si bien no nombra acontecimientos específicos. Este tipo de hermetismo es diametralmente opuesto al de Nostradamus, y es, a su vez, más simple.
Lo críptico en las profecías nostradámicas es mucho más difícil de desentrañar debido a que los pocos nombres propios que da nunca son los más obvios y casi nunca menciona fechas en específico. En el caso de las cuartetas IX 20 y 34 las grandes coincidencias se dan alrededor de una serie de sucesos interconectados un poco más oscuros que las fechas, en la historia Francesa. Estas son que el pueblo donde capturan Luis XVI en plena huída es el que circunda al pueblo de Varennes, los nombres exactos de el capitán (Narbon) que comandaba a los 500 hombres que entraron por fuerza a las Tulleries de donde el Rey tuvo que huir sólo para ser capturado más adelante, y el nombre (Saulce) de la cabeza nominal del gobierno en la ausencia del Rey, quienes, como bien señala el vaticinio, participaron activamente en la traición.
Para el receptor, el lector promedio, entonces es más sencillo descifrar la profecía de Torres Villarroel que la de Nostradamus, pero ello no influye en el grado de anticipación y de impacto que tienen las previsiones al verse cumplidas. Sin embargo pareciera ser mucho más difícil atinar a nombres específicos que a fechas específicas, y es que al momento de la interpretación por parte del lector, sobre todo después de acontecido el hecho profetizado, lo que más impacta son los detalles. Así, pudiera ser que se le encuentre sentido a toda una profecía partiendo de una sola frase o un solo detalle. Para un mejor ejemplo de ello, otra cuarteta muy famosa de Nostradamus, la I 65, que supuestamente habla de la muerte de Enrique II:

El joven león al viejo ha de vencer
en campo bélico y en duelo singular.
En jaula de oro sus ojos saltará
dos clases una, luego morirá cruelmente. (Nostradamus, 37)

Efectivamente, en un torneo, una justa medieval, el Rey se enfrentó a un conde más joven que él, el Conde Montgomery, y al chocar las lanzas, la punta de la de éste último se metió por las pequeñas rejillas que le permitían ver al Rey a través de su casco dorado. El trozo de madera le destrozó el ojo y el Rey tuvo una lenta agonía de tres días antes de morir. Sin embargo, y a pesar de la coincidencia semántica tan fuerte, ¿no podría ser que la estrofa sólo habla, metafóricamente, de una simple sucesión real, un poco violenta tal vez? ¿Dónde están los límites de la sobreinterpretación? Ese es un problema que no le toca resolver al profeta mismo, sobre todo una vez muerto, porque la interpretación, una vez más, es personal. Y en el caso de que se le cuestione demasiado si ha atinado o no a una predicción, ya sea por considerársele hereje o embaucador, siempre es más sencillo escudarse con algo como lo que hace Torres Villarroel en este párrafo:

Este pronóstico es, como los demás, un rebujón de disparates y mentiras. Los príncipes que mueren, los potentados que enferman, las casas que caen y los navíos que se hunden, todos se hacen y se fabrican en la cabeza de los astrólogos y de ahí no salen ni las desgracias ni las felicidades. (1, 32)

Es decir, excusarse detrás de la idea, verdadera sobre todas las cosas, de que un profeta, por más que pudiera llegar a ver o a imaginar el futuro, no tiene ningún control sobre lo que en éste suceda. Tal y como el Oráculo de Delfos no podía ser culpado por lo que el destino trajera, puesto que su trabajo estaba simple y llanamente en verlo, cambiar, aceptar o rechazar el destino emitido era ya una tarea de cada receptor; en estos casos, de cada lector. ¿Y pudiera ser, a partir de este raciocinio, que el verdadero profeta, el que verdaderamente tiene el don de ver el futuro, se dedicase la vida entera a decir las cosas de una forma lo suficientemente hermética como para, literalmente, salvarse del suplicio que supondría ser demasiado claro? ¿Pudiera ser que la única razón por la que un profeta utiliza la poesía y sus recursos para plasmar sus visones fuera para llevar una vida tranquila, o al menos una vida? ¿Pudiera ser que tanto Nostradamus como Torres Villarroel hayan sido crípticos simplemente para salvarse de una probable acusación de herejía? Y en caso de que las respuestas a todas estas preguntas fueran afirmativas, ¿estaríamos entonces ante una prueba esencial de la existencia del don profético? Las preguntas quedan, las dudas permanecen, puesto que esto, también, es imposible de saber de cierto.
Quisiera terminar entonces este ensayo con una afirmación y otra serie de preguntas. El primero consiste en el problema de profetizar en prosa que ya se esbozaba en los primeros párrafos. A mi parecer, y por muchos de los aspectos arriba mencionados, el nombrar una profecía en verso es mucho mejor, para la polisemia, para el hermetismo y la recepción adecuada del lector, que la prosa. Pensemos sólo por un momento que Julio Verne hubiese redactado odas proféticas al desarrollo tecnológico y no narraciones futuristas. Seguramente hoy se hablaría de él como uno de los grandes profetas de todos los tiempos, y no como el padre de la ciencia ficción. Y es que es en eso en lo que una previsión del futuro en prosa se convierte, sobre todo a partir del ejemplo de Verne, en simple y llana ciencia ficción que nadie espera contenga los designios absolutos del futuro. En pocas palabras, no hay función profética en la prosa puesto que ésta no alcanza el grado necesario de polisemia para ello.
Esta última aseveración nos lleva necesariamente una vez más a uno de los puntos de partida del ensayo. Si es cierto que la profecía sólo se puede dar a nivel poético, por las razones que sean, y no a nivel de prosa y mucho menos de narrativa, ¿estamos hablando entonces de que la sustentación de la adivinación pende de un simple juego semántico-simbólico? Pero no basta con hacer cualquier poesía en cualquier caso, puesto que no todas se pueden considerar proféticas. Hay una diferencia clave entre la poesía y la profecía como la hay entre el soneto y la oda. Entonces tal vez habría que encasillar al género profético como un género literario más, como una forma poética específica, como un juego del lenguaje que basa las reglas de su estructuración en la percepción, metafísica o no, de un futuro, el futuro que pende de la recepción. Y entonces sí que habría que hablar de la inspiración profética como una posibilidad de creación.
Después de todo, si se trata de jugar con los significados y posibilidades de las palabras, con sus orígenes (pasados) y sus recepciones (futuros), ¿quién podría decir si, en realidad, no es lo mismo la metáfora que la metafísica, o, en caso que sean en realidad distintas, cuál fue la primera de las dos? ¿Cuál es más real? Si, como aseguran ciertas teorías del análisis literario posmodernistas y hermenéuticas, el problema reside en identificar la realidad de la ficción en un texto escrito, entonces tendríamos que pensar que una profecía bien podría urdir la estructura de un destino posible tanto en la realidad como en la ficción. Porque, ¿quién puede negar que cualquier simple enunciación, cualquier descripción de un fenómeno, predispone un número infinito de futuros, y una incertidumbre infinita de pasados? No podemos negar que los textos son necesariamente de aquel que los lee y dejan de serlo de aquel que los escribe en cuanto deja de hacerlo. Por eso, en el caso de la profecía, más que en ninguna otra forma de expresión, todo depende de la posición de ciertas palabras, o de la necesidad imperiosa que tenga el lector de creer.


Bibliografía

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