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16.11.04

Poker

Las cartas estaban sobre la mesa. De un lado una escalera al ocho, del otro un full de sietes. Alrededor de las cartas todo estaba dispuesto para la mano de poker: las fichas, el dinero a un lado, los ceniceros, el paño verde, los cacahuates. Pero no había nadie jugando. La habitación parecía haber sido abandonada justo en el momento en el que el ganador de la partida --el full de sietes, claro-- debía haber abarcado la mesa con sus manos para recolectar sus ganancias.

Eso encontré al entrar. La partida estaba esperándome. Tomé el mazo de cartas de la mesa y me repartí cinco cartas. Las miré, manteniendo el semblante impasible. La cosa pintaba bien, así que cambié dos de ellas. Al mirarlas de nuevo supe que todo estaba decidido. Las coloqué sobre la mesa, sonriendo --cuatro ases y un cinco. Después conté las fichas que correspondían al ganador y tomé el dinero exacto, ni un céntimo más. Salí entonces a la calle a dejar que los otros jugadores me encontraran. Lo harían, sin duda, tarde o temprano: uno no olvida nunca el rostro de aquel que, aun con una buena mano, le ha ganado al poker descaradamente.

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