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13.7.04

Tormenta de Arena

Aquella tarde, apenas después de llegar y bajar las cosas del coche, manejamos hasta el puerto de Veracruz y fuimos a caminar por el malecón y a comernos un helado en los Güeros. Probablemente esa fue la gota que derramó el vaso y que hizo que me diera tanta gripa que no podía ni pensar. Pero la historia no empieza ahí, sino antes, mucho antes.

Ya pasaba de medio día del 28 de Diciembre cuando llegamos a El Viejón, Veracruz, a unos 50 Km. al norte del puerto. Unos minutos después de nuestra llegada empecé a estornudar. Hacía frío, mucho frío, y el viento soplaba muy, muy fuerte.
- ¿Siempre tienen tanto viento? Eeeee... ¿cómo dices? ¿Hace? ¿Hay? ¿Tienen? - intentaba preguntar La Loca, cuando bajábamos las cosas del coche.
- Hace, o hay, o sopla, cualquiera está bien, creo, - le contesté, estornudando de nuevo, - y no, bueno, la mitad del año hay Norte, la otra mitad no.
- ¿Norte? - preguntó La Loca.
- Sí, Norte, un viento frío que baja desde Canadá y da la vuelta en el Golfo - contestó Noé.
Los pasajeros del coche éramos tres, La Loca, Noé y yo. A La Loca, una austriaca rubia hasta la pared de enfrente que era famosa por no emborracharse jamás a pesar de ingerir cantidades inauditas de alcohol, la había conocido yo en España, donde ella estaba perfeccionando su español. Un día, platicando sobre un par de cañas y prematuramente nostálgico porque se aproximaba la fecha de mi regreso a mi país, le pegunté si no le gustaría ir algún día México, y hasta le mencioné que se podría quedar conmigo. Ella no tardó más de tres segundos en hacer el plan entero, el cual pensé que no llevaría a cabo.
A los dos meses yo ya estaba instalado de regreso en mi casa. Tres meses después la que estaba instalada en mi casa era La Loca, dispuesta a pasar toda la temporada navideña en Mexiko.

Al principio todo fue muy novedoso. Por algún extraño motivo yo siempre había tenido la ilusión de desempeñarme como guía de turistas y esa era mi primera oportunidad real de hacerlo. Sin embargo, una vez que agotamos todas las opciones hasta remotamente interesantes de cosas que hacer en la Ciudad de México, nos empezamos a aburrir. Primero discretamente, luego a gritos. Y es que yo ya no hallaba qué hacer con ella.
No era por inutilidad de su parte, o de la mía, que estuviéramos juntos todo el día, sino por necesidad. Ella frecuentemente me decía:
- Dime cómo yo voy sola al centro (o al museo, o al supermercado) y cómo regreso, - y yo empezaba a explicarle, pero es imposible dar instrucciones cuando el transporte público no tiene ni horarios ni rutas fijas, así que terminaba yendo con ella a todos lados, porque ella necesitaba ir conmigo para no perderse y yo necesitaba ir con ella para estar tranquilo. Frecuentemente pensaba, que si la cosa hubiese sido al revés y yo hubiera ido a visitarla a ella a Viena, yo solo podría haber recorrido la ciudad cientos de veces, sin temor ni peligro alguno, aún sin conocer el idioma, pero que era imposible dejar a un visitante sólo en la Ciudad de México.
Así, tuve que recurrir a mis escasísimos ahorros y a todos mis parientes, amigos y conocidos en la República para que me ayudaran a escaparnos de la ciudad. Al menos, pensaba, estando en un lugar nuevo tendríamos más cosas que hacer y tal vez incluso podría rescatar la relación del abismo en el que la habíamos metido.

Fue así como, después de haber pasado unos días en Acapulco y en el Bajío (Guanajuato, Querétaro...), llamé por teléfono a Noé, quien, lo sabía yo muy bien, viajaba a Veracruz con frecuencia puesto que su padre, en un arranque de necedad, había decidido recibir tratamiento para una enfermedad terminal en los hospitales del puerto, y no en los de la Ciudad.
Noé y yo teníamos una larga historia de amistad, y de compartir mujeres. De alguna forma él solía terminar saliendo y andando con muchas de las mujeres que, después de andar un tiempo conmigo, me terminaban. Aún así habíamos sabido conservar la amistad a través de los años, y frecuentemente hacíamos chistes al respecto de nuestros tan parecidos gustos en cuanto a personas del sexo femenino.
Con la confianza que da ese tipo de amistad, le expliqué que necesitaba, por favor, que nos sacara de la ciudad antes de que tuviera ganas de asesinarla, o peor, que le dejara de poner atención; él me explicó que partía a Veracruz en la madrugada del día siguiente, 28 de Diciembre y que con mucho gusto podíamos acompañarlo.
- Lo único es que me regreso el 31 en la tarde, así que solamente estaríamos allá tres, casi cuatro días.
- Sí, no importa, me parece perfecto, - le dije, pensando que cualquier cosa que dijera hubiera estado bien.
También había pensado, antes de llamar a Noé, que en realidad el viaje a Veracruz era algo que podría interesarle mucho a La Loca, conocer el México profundo, el poco turístico, el poco visitado.

- ¿Pero cómo? ¿La gente no viaja para allá? Pero, ¿por qué? - preguntaba ella mientras hacíamos en taxi, muy de madrugada, el recorrido de 25 kilómetros desde mi casa hasta casa de Noé.
- No, bueno, la gente viaja a Veracruz, sobre todo los que viven en el centro de México, pero la verdad es que no hay muchos turistas extranjeros, más bien es un lugar de vacaciones locales.
Me miró como si lo que acababa de decir no tuviera ningún sentido en idioma alguno. Pero casi siempre me miraba de esa forma, así que no le di importancia.
Cuando, después de 5 horas de carretera el viento soplaba tan fuerte que movía los árboles de mangos, su mirada de extrañeza había desaparecido, y cuando en el puerto empezó a hacer tanto frío, por el viento y la llovizna, que comerse el helado de los Güeros era impensable, pude ver que su mirada me daba razón.

De cualquier forma, al regresar al pueblo donde la familia de Noé tenía su casa, yo ya estaba definitivamente agripado. Sentía la cabeza abotargada, el cuerpo cortado, la respiración tapada y tenía escalofríos en todo el cuerpo. El aire seguía soplando y haciendo esos ruidos tan tenebrosos, colándose por entre las puertas y ventanas, pasando como si nada a través de los mosquiteros. En casa de Noé sólo había dos formas de dormir: en una sola cama que tenía tres colchones o repartiendo los colchones por el piso de la estancia y la cocina, que fue lo que hicimos. Caí rendido antes que ellos, agotado por el viaje y el resfriado.
Cuando desperté al día siguiente me encontré con que había dormido de más, seguía con gripa (y de qué forma, el moco fluía como en anuncio de televisión), y Noé y La Loca estaban desayunando y riéndose todo el tiempo. Aquí hay que aclarar que Noé y La Loca son casi de la misma estatura; yo no soy alto y considero que Noé es bastante bajito. Supongo que habrán encontrado una solidaridad en la altura, o yo qué sé. El caso es que me levanté, tomé mucha agua y me acerqué.
- Uy, pobre, no se siente bien, - dijo La Loca, cuando me vio - pero ¿sabes?, ya no vamos a ir a la playa hoy.
- ¿Íbamos a ir a la playa? - pregunté, pero sonó: ¿íbados a id a da pdada?
- Sí, pero el Norte sigue dándole duro, así que le había propuesto a Lis (en realidad La Loca tenía nombre) que fuéramos mejor a Cempoala a ver las ruinas, a La Antigua Veracruz a visitar y a comer y luego en la noche, antes de regresar, pasar por el Puerto otra vez para que yo pueda ver a mi papá y cenemos algo.
A mí todo eso me sonaba a muerte segura. Yo sólo quería dormir. Ellos siguieron diciéndose cosas y riéndose, mientras yo sudaba y me tomaba una aspirina, que era todo lo que había por medicina en aquel lugar. Mientras La Loca agarraba a Noé por los hombros y le decía algo al oído, dejándome fuera de lo poco que podría haber entendido de su conversación, me decidí: no iba a permitir por ningún motivo que me dejaran fuera. Yo había viajado con La Loca a Veracruz por si se daba el caso de que ella y Noé no congeniaran (entre otras cosas), pero eso no significaba que, en caso de que sí lo hicieran, yo pudiera ser abandonado en la casa sufriendo una muerte lenta y constipada.
- Edta bied, vabos, adí puedo cobpdad ud adtigdipad ed ed puedto, - intenté decir.
- Sí, bueno, yo sé que te sientes mal pero en el puerto podemos comprar un antigripal y ya con eso te vas a sentir mejor, - dijo Noé, frotándome la espalda, mientras La Loca me sonreía con cara de "aléjate, me contagias". Yo los miré con cara de "muéranse", porque eso era exactamente lo que acababa de decir yo.


(Veracruz) Posted by Hello

Recorrer las ruinas prehispánicas de Cempoala con gripa fue un martirio digno de las glorias de los santos. Justo a un lado del observatorio comprendí el por qué de la facilidad de la conquista: las enfermedades. Cualquiera que intente subir una pirámide con el virus de la influenza invadiéndole el cuerpo seguro cae muerto a la mitad del trayecto. Bueno, eso fue para mí, para ellos fue como un juego, en el que cada vez congeniaban más.
Y para cuando llegamos a La Antigua parecía que los dos se conocían desde niños. No necesitaban ni mirarse para reírse, mientras que a mi, literalmente, no me calentaba ni el sol. Para colmo el viento regresó con lluvia, mientras intentábamos comer junto al río. Ellos no parecían darse cuenta de nada (especialmente Noé, a quien yo miraba como dándole a entender que ya sabía qué era lo que estaba tratando de hacer), mientras me congelaba y comía cosas que no me sabían.
- ¿Sí está bien dicho? - preguntaba ella a cada rato, y a esa pregunta que a mí ya me había sacado de quicio, Noé contestaba siempre sonriente y amable:
- No, mira, se dice así, porque tal y tal.
Entonces ella intentaba comerse un sope de frijoles, se le caía y exclamaba:
- Oh, Scheiße! - y se volvían a reír.
Poco después, en la casa de Hernán Cortés, pude despotricar contra los conquistadores, mucho y en silencio, por motivos de salud, y de lingüística.

Yo no veía la hora de que llegásemos al puerto. Me urgía comprar el antigripal en una farmacia cuyos precios pudiera pagar sin quedarme en blanco, cosa sólo posible, en fechas decembrinas, en una ciudad.
Después de que lo adquirí (específicamente pedí uno que no indujera el sueño) y me lo tomé, estacionamos el coche de Noé cerca del Malecón y empezamos a caminar. El Norte ya no estaba tan presente, la gente paseaba y se tomaba un café en la Parroquia, compraban comida y souvenirs, daban vueltas en sus coches.
- ¿Eso hace aquí la gente? ¿Dar vueltas? - preguntó La Loca después de un rato de estar sentados en el malecón.
- Sí, son raros los jarochos - dije yo, feliz porque podía respirar por primera vez en dos días.
- Pues eso mismo dicen los jarochos de los chilangos, - me contestó Noé.
- Bueno, en realidad todos somos raros - le dije - pero a mí siempre me ha parecido que fuera de la cuidad todo es un pueblo. La gente se comporta como en un pueblo.
- ¿Y eso está mal? - preguntó La Loca, cuyo país tiene la misma población que Iztapalapa. Noé le sonrió y yo preferí quedarme callado. Después Noé fue a ver a su papá y La Loca y yo nos quedamos tomando un café en la Parroquia, en silencio.
Aquella noche, en el camino de regreso dejamos abiertas las ventanas del coche. Ya no hacía tanto viento y se podían ver las estrellas.

Pero yo no fui el que vio más estrellas esa noche, estoy seguro. Al llegar a la casa, Noé y La Loca me ofrecieron que me quedara en la cama con uno de los colchones del suelo, porque se veía que me sentía mal. En efecto, yo sentía que tenía fiebre porque todo se veía desfasado, así que acepté sin reparos. Pero no pude dormir en mucho rato, puesto que al parecer el antigripal "que no inducía el sueño" funcionaba de tal forma impidiéndolo. Durante lo que me pareció una eternidad los escuché cuchichear y reírse acostados el uno junto a la otra, luego abrazarse y después hasta besarse. Yo me empezaba a quedar dormido intermitentemente, quisiera o no, y pensé que todo era una alucinación febril.
Al día siguiente los encontré abrazados, y, delatoramente, los hombros de La Loca estaban descubiertos. Me metí al baño, enojado en extremo, sobre todo con Noé. Claro, pensaba, yo le doy de comer, le doy alojamiento, la llevo, la traigo, le procuro cosas... y a ti te conoce y a los tres días, en frente de mis constipadas narices, lo hacen. Bueno, eso pensé, porque al salir del baño ya estaban levantados los dos, ella con una pequeña blusa de tirantes que se le caían a los lados, por lo que lo de los hombros tal vez no era una pista tan delatora como había pensado... Los miré con cara de sospecha de todas formas, pero lo único que logré fue que La Loca dijera:
- Todavía eres, eh ¿cómo se dice? krank? ...ah, sí ¿enfermo?
Estornudé.

Ese día parecía que iba a estar más soleado, así que fuimos a la playa. Y todo parecía estar bien, el antigripal funcionaba y La Loca estaba contenta.
- ¡Ya no voy a ser color leche! - decía, mientras se ponía bronceador.
No había pasado ni media hora cuando el cielo se nubló y el viento empezó a soplar, primero un poco, después cada vez más fuerte. Eso no molestaba demasiado, lo que sí fue muy molesto fue que el viento comenzó a levantar la arena y, antes de que pudiéramos correr hacia el coche, los granos de arena se nos empezaron a clavar en la piel, como cientos pequeñas inyecciones que ardían. Una verdadera tormenta de arena nos envolvió, dolorosamente.
- Oh, Scheiße! Scheiße! - gritaba La Loca mientras corríamos sin ver hacia el coche.

- ¡Dios! ¡Eso dolía y mucho! - tosí cuando estábamos dentro, sobándome las piernas y quitándome arena de la cara. La Loca parecía empanizada, efecto de la tormenta y el pegajoso bloqueador.
- ¡Joooo! ¡Qué triste! ¡Ya no podemos ir a la playa! ¡Joooo! - dijo La Loca quien sufría de expresionitis por haber aprendido su español en España.
- Bueno, podemos ir al mirador, ahí no hace tanto viento - dijo Noé - sólo hay que atravesar un pedacito de playa y subir el risco.
La mirada de La Loca lo dijo todo, y Noé abrió la puerta del coche para que fuéramos al risco. Yo contemplé seriamente la posibilidad de quedarme en el coche, pero no iba a permitir que siguieran haciendo "cosas" sin mí, así que, a pesar de lo doloroso que fue atravesar la tormenta de arena, los acompañé.
Desde la punta del risco se podía ver la central nuclear de Laguna Verde. Noé le explicó a La Loca que aquella era la única planta nuclear de México, pero que ya estaba a punto de ser obsoleta porque se la habíamos comprado ya vieja a los gringos y además llevaba ya 20 años funcionando aquí.

Aquella tarde bajamos del mirador cuando la tormenta paró y decidimos evadir el viento visitando el puerto de nuevo, e ir a comer en un buen lugar que Noé conocía. Caminamos y caminamos por casi todo el centro de la ciudad durante más de tres horas sin encontrar el tan famoso restaurante, hasta que nos cansamos y nos sentamos a comer una pizza de queso en un local vacío. Ahí tuve un ataque grave de estornudos, y en ese momento me di cuenta de que ya era 30 de diciembre y que todo el viaje había sido, al menos para mí, un gran chasco. No podía decir que hubiera sido culpa de la gripa, pero...
Esa noche me fui a dormir, a propósito, mucho antes que ellos. Voy a dejarlos en paz, pensé, al fin, esté o no esté yo, va a pasar lo mismo. Cuando desperté ellos estaban platicando.
- Vaya, qué temprano despertaron - dije con un dolor de cabeza espantoso y tratando de destaparme los agripados oídos.
- No, - contestó La Loca, riéndose, - no hemos dormido.
- ¿Y cómo vas a manejar? - le pregunté yo a Noé. - ¿Qué no ves que estoy tan agripado que yo no puedo, y ella no sabe?
- No pasa nada, lo he hecho antes. Me voy a bañar - dijo, tan contento y seguro de sí que deseé que se resbalara con el jabón.

Partimos muy temprano, después de subir todo al coche. Paramos primero en Ciudad Cardel, a la mitad de camino entre El Viejón y el puerto de Veracruz. Ahí Noé insistió en que desayunáramos, aunque yo no tenía hambre y La Loca casi nunca comía nada (era vegetariana), y menos desayunaba. Él compró medio pollo en el Pollo Feliz, de todas formas.
- Para el camino, - dijo, y el coche se llenó de olor a rosticería.
Después paramos en el puerto para que Noé se despidiera de su padre. La Loca y yo caminamos un rato por el centro.
- Qué diferente se ve la ciudad de día. Sobre todo porque no están encendidos los... los... - dijo, señalando las luces que anunciaban ¡Feliz Año Nuevo!
- Los letreros, - completé yo, seguro de estarle haciendo daño a su español, mientras contemplábamos el Festival del Son Jarocho que se llevaba a cabo en la plaza.
Una vez en carretera tuve que manejar yo porque Noé me daba la impresión de estarse quedando dormido. Yo tampoco estaba muy despierto, así que lo solucioné tomándome otro antigripal para eliminar el sueño y los síntomas. La pastilla surtió el efecto deseado y otros más indeseados, como el no sentir mi estómago y tener unos oídos tan tapados que parecía que me iban a explotar.

Entramos a la Ciudad de México en la tarde del 31 de diciembre. Noé nos dejó en mi casa, y ellos se despidieron muy largamente. Le dije a La Loca que estaba muerto después de haber conducido durante más de 4 horas agripado, así que me iba a dormir.
- Pero despiértame como a las 9 o 10 para que salgamos a festejar el Año Nuevo a algún lado, - le dije.
Eso no sucedió. Desperté exactamente a la 1:30 de la madrugada del primero de enero. Encontré a La Loca tomando cerveza en la cama.
- ¡Joooo! Scheiße! - dijo cuando me vio - Me desperté apenas hace diez minutos. ¡Qué bueno que despiertas! Pero ya no vamos a ir a ninguna fiesta ni a ningún lugar, ¿verdad? ¿Qué pasó con la fiesta de tus amigos? ¿O la de tus padres? ¿No vamos a ir? ¡Joooo!
No le contesté, solamente le di las buenas noches y me volví a dormir.

Al día siguiente La Loca decidió que iba a pasar con Noé el tiempo que le quedaba en Mexiko. Lo llamé por teléfono cuando ella estaba en el baño y le dije:
- Lo volviste a hacer cabrón, sólo que esta vez ni siquiera esperaste a que la cortara.
Él no dijo nada, solamente pasó por ella esa misma tarde y me dejaron solo por los cuatro días que le quedaban a ella de vacaciones. En ese tiempo yo me curé de la gripa y después fui a despedirla al Aeropuerto.

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