I.
Las 7:20 de la madrugada del sábado. Suena el teléfono. Un mal instinto, y el peor hábito de tenerlo al lado de la cama, me hace reaccionar. Antes de estar despierto, y antes del segundo timbrazo, ya contesté.
Bueno, digo con adormilada voz.
Del otro lado escucho a mi Tía Luzma.
- Mijo -me dice-, fíjate que quería hablar con tu mamá o tu papá para comentarles que, fíjate nomás, mijo, es que el otro día hablé con una prima de tu tío, o creo que es tu primo, ya ni sé... Bueno, el caso es que ella me dijo que en las carreteras hay retenes militares, y que los mismos militares paran a los camiones de mudanzas y les abren todo lo que llevan empacado para buscar yo no sé qué cosas, ¿verdad?, y, pues, me da miedo que se roben mis cosas ahora que me voy a vivir a Tijuana, porque tengo cosas que no quiero que se maltraten siquiera, mijo, y pues por eso quería hablar con tu papá o con tu mamá, mejor con tu mamá, porque ella me puede decir cómo le hicieron para llevarse sus cosas los hijos de tu abuela cuando se fueron a vivir a León, y pues...
Yo la escucho pacientemente, todavía entre coletazos de sueños. Sé que ni siquiera le ha pasado por la cabeza la posibilidad de haberme despertado. Ni tampoco que no recordaré la mitad de lo que me ha dicho porque casi me acabo de acostar. Ni tampoco se da cuenta de que no tengo modo alguno de comunicarla en ese momento con mi mamá o con mi papá: debió haberles marcado a ellos, no a mí.
II.
Todos en mi familia saben que el recibir una llamada de la Tía Luzma significaba estar pegado al teléfono al menos veinte minutos. Eso solamente si uno se esmeraba en hacerle saber que estaba muy ocupado y que prefería hablar con ella en otro momento. Hasta mi abuela, que es un pan de dios, se quejaba a veces las eternas llamadas de la Tía Luzma porque en verdad le quitaba mucho tiempo.
En el fondo todos sabíamos que la dificultad que encontrábamos para colgarle el teléfono era porque ella estaba muy sola, eso aunado a que de unos años para acá cada vez se fijaba menos en lo que los demás le decían.
Yo, que recibía esporádicamente sus llamadas de los sábados (algunos años con más frecuencia que otros) la escuchaba unos minutos, tratando de no perder demasiado la paciencia. Al fin, no perdía nada con escucharla un rato, todavía adormilado.
III.
Mi Tía Luzma falleció hoy en la madrugada, en Tijuana.
Se acababa de mudar (literalmente), con todas sus cosas, a vivir con su hijo en aquella ciudad, después de vivir en la Ciudad de México toda su vida. Desde que le propusieron mudarse para que no estuviera todo el tiempo sola, con todo el peso de su edad, las llamadas matutinas se habían acrecentado entre todos sus conocidos.
Mi mamá y mi abuela habían ido en un par de ocasiones a ayudarla a empacar sus cosas, a asegurale que su tesoro (su piano) llegaría bien con la mudanza, que no se preocupara y que allá iba a estar mejor.
IV.
No sé exactamente como murió.
Ayer, durante la comida familiar de los Domingos, mi abuela nos informó que estaba muy grave. Apenas dos días antes, el viernes, había terminado de empacar sus cosas, despachó a la mudanza y se la llevaron (algunos familiares más cercanos a ella que yo) al aeropuerto.
Tengo entendido que, en algún momento, se cayó al suelo.
No sé bien cómo, pero me imagino que, de los nervios, debe de haber dado un mal paso.
Pero con las prisas y los últimos arreglos, entre los que estaban dejar el departamento en el que había pasado al menos una cuarta parte de su vida, nadie de los que la acompañaban le dio demasiada importancia a la caida.
Y se subió al avión.
Cuando bajó se la llevaron al hospital. El médico dijo que no había nada qué hacer: estaba ya muy débil.
V.
Sobra decir que ya nadie me despertará los sábados a las 7:20 de la madrugada, así que no lo diré. Lo que sí diré es que me hubiera gustado escucharla unos minutos más la última vez que me habló, porque aquel día, hace un par de semanas, la despaché inusualmente rápido. No recuerdo ni qué le dije.
Mientras escribía esta entrada, sonó el teléfono. Como lo tengo al lado, también, de la computadora, contesté antes del segundo timbrazo. No había nadie del otro lado, sólo un tono de ocupado.
Colgué. Me acerqué al identificador de llamadas. Fuera de rango / Número bloqueado, decía. Pues sí.
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