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6.8.04

Spot

Ahí estaba siempre, inconfundible. Al principio Plutarco pensó que era el ángulo de la luz frente al espejo, y encendió una lámpara adicional. Cuando eso no funcionó, intentó mirarse en cuanta superficie reflectora se encontrara en su camino, pero siempre obtenía el mismo resultado: una gran mancha roja con la forma de Nicaragua en su mejilla izquierda.

Se sentía observado, sabía que los desconocidos lo miraban por las calles, y que sus amigos y familiares lo examinaban detenidamente. El hecho de que nadie le dijera nada con respecto a la mancha roja en su rostro simplemente confirmaba su presencia, porque esta era tan obvia, le parecía, que preguntar por ella hubiese sido de muy mal gusto y de mala educación.

En un principio, cuando esta acababa de aparecer, Plutarco pensaba poco en la mancha, excepto por las mañanas y por las noches, cuando verse al espejo era casi inevitable. Pero poco a poco el pensamiento se le fue llenando de superficies y protuberancias rojas y hasta moradas. Cada minuto que pasaba sin verla, estaba seguro, la mancha aprovechaba para crecer y aumentar de tamaño, y eso lo hacía correr al baño más cercano a observarse la cara, detenidamente, al espejo, desde los más diversos ángulos y enfoques, ante el asombro de los demás usuarios del servicio, cuando éste era público.

Le encargó a Inmaculada, su secretaria, que buscara literatura médica sobre el tema, preocupado por las posibles causas de la erupción. Inma, como le llamaba él, consiguió algunos folletos sobre cremas milagrosas anti-manchas, que le entregó sin entender de qué se trataba aquello. Plutarco fue entonces a una farmacia y compró cinco o seis diferentes cremas de las que prometían hacer desaparecer los síntomas, pero esto no sucedió, sino que, al contrario, a los pocos días de seguir los tratamientos la mancha ya no tenía sólo la forma de Nicaragua: a este país se le habían agregado Honduras, Costa Rica y parte de Panamá.

Al día siguiente llamó a su jefe por teléfono y pidió sus vacaciones. El jefe se las otorgó a regañadientes puesto que, como Plutarco nunca había tomado sus descansos anuales durante más de 15 años, el monto de sus vacaciones acumulado asendía a poco más de 4 meses. La primera semana de descanso Plutarco apenas salió de su cama, no se lavó ni hizo cosa alguna más que ordenar comida por teléfono y untarse una cantidad exagerada de cremas y lociones en el rostro con una frecuencia obsesiva. Parientes y amistades lo llamaban por teléfono, pero él siempre alegaba estar descansando. Inma lo llamaba para citarlo con diversas personas de negocios, pero él le daba largas a las citas y a los encuentros. Nunca había sido vanidoso, pero le horrorizaba salir a la calle con la mitad izquierda de la cara ostentando una mancha que ahora ya era del tamaño y forma proporcional a toda Centroamérica, con la península de Yucatán en la frente y un poco de Colombia hacia la barbilla.

Plutarco se encontró a sí mismo imposibilitado para hacer cualquier cosa. Leer o mirar la televisión era imposible puesto que siempre se terminaba por enfadar ante los rostros perfectos de la pantalla, y ninguno de los personajes sobre los que leía tenía su problema (los únicos libros que soportaba más o menos bien eran "El Jorobado de Notre Dame", "La Montaña Mágica", y las obras completas de Onetti, pero lo deprimían). Así que se dedicó a escuchar la radio y a reirse con grandes carcajadas al imaginarse a locutor tras locutos con manchas en la cara con las formas de África Meridional o las Ex Repúblicas Soviéticas.

Y la cosa siguió así, la mancha siguió creciendo y Plutarco siguió untándose cremas en el rostro, escuchando el radio y comiendo pizza, que recibía en la puerta de su departamento usando un pasamontañas. La fecha de su vuelta al trabajo se acercaba cada vez más, así que un buen día tomó la decisión de ir a ver a un dermatólogo. Hizo una cita y acudío con su pasamontañas y con miedo de que éste se espantara al ver su rostro. Pero al descubrirse el rostro el dermatólogo no lo miró con horror, sino con condescendencia: le dijo que no tenía nada, sólo una barba muy descuidada. Plutarco se enfadó en extremo y el dermatólogo le mostró su rostro al espejo. Éste, que apenas el día anterior estaba invadido por un continente rojo, aparecía ahora completmente normal y desmanchado.

Plutarco volvió a su casa absolutamente pasmado. Se pasó tres días enteros frente al espejo, esperando a que la mancha volviera a surgir, pero ésta o se había ido definitivamente, o nunca había estado ahí, porque de Centroamerica no quedaba ni un rastro, ni siquiera Belize.

A los pocos días volvió al trabajo y reanudó su vida. A todos les parecía el mismo de siempre, lo único que había cambiado es que de vez en cuando a Plutarco ahora le daba por correr a un baño y revisarse discretamente las cara en busca de continentes colorados. Inma estaba sinceramente contenta de que su jefe hubiese vuelto y de que ya no pareciera tan paranóico como antes, tanto que una tarde, al salir de la oficina, lo invitó a tomar algo en un bar de las cercanías, y él aceptó.

Ambos sonreían y platicaban como grandes amigos, hasta que ella le preguntó que qué era aquella cosa roja que tenía en el lado izquierdo de la cara. Él se contuvo de salir corriendo al baño y, después de convencerla de que aquello no era nada, la llevó a su departamento, donde se besaron, se acariciaron y se hicieron el amor. Un par de horas después ella estaba dormida y desnuda, en su cama. Él se avalanzó sobre Inma, estrangulándola. Plutarco sólo la soltó cuando su cara se puso roja y dejó de agitarse bajo sus manos. Después fue a mirarse al espejo del baño, donde se limpió lentamente aquella mancha roja en forma de Nicaragua que ella le había dejado, con su lápiz labial, en la mejilla izquierda.

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