Vine a Comala porque me dijeron que acá se desarrollaba un libro, un tal Pedro Páramo. Un maestro me lo dijo. Y yo me prometí que vendría aquí en cuanto el curso acabara. Apreté mis manos en señal de que lo haría; acababa de terminar de leerlo y estaba en un plan de saberlo todo. "No dejes de ir -me recomendó el maestro-. Está entre este lugar y este otro. Estoy seguro de que te dará gusto conocerlo." Entonces no pude hacer otra cosa que prometerle que así lo haría, y de tanto pensar en ir me costó trabajo sacarme la idea de la cabeza.
Todavía antes, el maestro me había dicho:
- No vayas esperando nada. Disfruta el lugar como es. La cosa no es exactamente como él la describe... Pero ve, de todas formas, vale la pena.
- Así lo haré, maestro.
Pero en el fondo no pensaba venir. Hasta que ahora pronto comencé a releer el libro, a darle vuelo a las imágenes. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza de conocer el lugar donde se desarrollaba Pedro Páramo, el libro que leí con aquel maestro. Por eso vine a Comala.
Era el tiempo que describía el autor en su libro, en Comala, sin embargo no había nada podrido, ni polvoso. Hacía calor, sí, pero no el calor seco que envolvía los cerros y hacía que el aire pasara pegadito a las ventanas, no. Un calor húmedo, lleno de duraznos, de mangos, de exhuberancia de selva y una pequeña iglesia. Las puertas abiertas, letreros que venden ponche. Un hombre descargaba hielo en el pequeño zócalo. Nadie estaba muerto, nadie parecía estarlo. Habiá un restaurante que se hacía llamar Don Comalón, con típica comida mexicana.
Le pregunté al hombre del hielo por Pedro Páramo. "No, señor a ese no lo conozco," me dijo. Le pregunté entonces si no había una calle que se llamara así. Tampoco. De mi ilusión de encontrar algo de la lectura no quedaba nada. El único fantasma en todo Comala era Juan Rulfo.
Cuando volví a casa me dediqué a investigar. Aunque Rulfo había nacido cerca de ahí y conocía Comala, sólo había usado el nombre a su conveniencia . Un tiempo trabajó como vendedor ambulante de llantas por todo México, pero me imagino que el negocio de vender neumáticos lo llevó un par de veces cerca de Comala, tal vez a Colima, pero quién sabe. Mientras vendía llantas, para pasar el rato, se puso a escribir cuentos. Unos le quedaron mejores que otros, pero todos los publicó en revistas. Como tenía algunos amigos bien conectados, le dieron una beca para que escribiera una novela, y contrario a lo que todos esperaban, la novela tuvo mucho éxito, demasiado para Juan. Tanto éxito que Rulfo pudo pasar el resto de su vida sin escribir una sola línea más, y mentir cada que le preguntaban, diciendo que estaba por terminar una nueva novela llamada La Cordillera, de la que no escribió ni una línea [aunque en algún lugar queda una reseña].
¿Qué hizo Rulfo durante los 30 años que vivió después de escribir Pedro Páramo? Tomó fotos, se acercó al cine. El cine era su máxima ilusión, pero por lo mismo el cine nunca le hizo caso. La literatura escrita no podría haberle interesado menos ni haberlo aburrido más. El soñaba con la imagen, con la fotografía en movimiento. Y así lo hizo hasta su muerte, en su cama, pacífico. Rodeado del aroma de la santidad literaria, pero apestados sus sueños por dentro. Los sueños del cineasta que se tuvo que dedicar a vender llantas y a escribir cuentitos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario