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30.11.12

de Guadalajara a Guatemala

En menos de seis días he ido de Guadalajara a Guatemala, donde me encuentro ahora. Sé que hay un chiste en la frase que acabo de escribir, pero nomás no lo veo.

Creo que Guadalajara y la Ciudad de Guatemala se parecen bastante. Además de el comienzo en sus nombres (cosa que poco ayudó a mi confusión ante el mostrador de la aduana, cuando no pude explicar de dónde venía y cuál era mi destino final sin confundir ambos nombres un par de veces) ambas son ciudades de amplias avenidas y distribuidores casi recién inaugurados, glorietas y rotondas, varias zonas turísticas vagamente definidas e intercaladas con centros de negocios, zonas industriales, centros comerciales y viejas zonificaciones residenciales que de pronto se hallan a espaldas de un Burger King. Los perfiles de los edificios se parecen también, al igual que la arquitectura de los más destacados en altura.

Tanto Guadalajara como la Ciudad de Guatemala son como versiones más manejables, más despejadas y respirables, con menos tráfico y más civilidad (al menos en el tránsito vehicular) que la Ciudad de México. En este sentido, Guatemala entera es como México en un universo paralelo; es como el mundo del Superman Bizarro en los SuperAmigos. Hay muchas cosas que se parecen ambos países (hoy fui a Antigua y las similitudes con pueblos como San Miguel de Allende, Comala o Tequisquiapan abundan); por ejemplo: las banquetas son igualitas en grietas, altura y distribución, incluso desaparecen donde uno supone desaparecerían en el DF, para angustia del peatón. Los negocios son muy similares: farmacias del Dr. Simi, Comex, McDonalds y un largo etcétera, pero lo que difiere es, por momentos, desconcertante.

Un ejemplo: un supermercado pintado de verde con franjas amarillas y rojas. Es una Bodega Aurrerá, pero no, es una Despensa Familiar. Otra. Una gasolinera, verde, blanca y roja; en vez de Pemex es Puma, y enfrente hay una Shell o Texaco, cosa inimaginable en México. No he visto Oxxos, pero algunos minisupers hay. Una cosa muy rara es que Guatemala parece obsesionada con el Pollo Campero. Este restaurante de pollo frito está en todos lados, literalmente. Conté hace unas horas cinco de estas franquicias en un rango de siete u ocho manzanas. El pollo que sirven no es malo (las papas las sirven sin sal, casi, cosa extrañísima), de hecho está bueno, pero sigue siendo pollo: no es nada que te hiciera llamar a casa corriendo a contarlo; no me explico su proliferación. Hablando de los Pollos Campero, me he encontrado con un fenómeno que me parece de lo más extraño: en estos restaurantes de comida rápida (y lo son) uno se sienta y ordena a un mesero de un menú; no sé por qué y ojalá alguien me lo hubiera explicado antes de quedar como un perfecto idiota la primera vez que entré a uno. Esto en contraste con todos los restaurantes de manteles largos a los que he podido ir, en los que me ha recibido un buffet. Así, en Guatemala, en la comida rápida un mesero te toma la orden y la lleva a tu mesa mientras que en los restaurantes en serio la cosa es de autoservicio. El mundo al revés.

Fuera de eso, los paisajes en Guatemala son preciosos; el clima es caliente pero agradable; a pesar de las advertencias no se siente insegura la ciudad (al menos no para este chilango no tan curtido); la gente es amable y sonriente. Me gusta, y se siente bien pagar con quetzales las cosas. Son lindos los billetes y además el nombre es cosa grande. Sería como cambiar el nombre de los pesos a Colibríes, u otra ave: te debo doscientos Pelícanos, güey.