Para Samperio
Adriana. Todo aquel tiempo sin pensar en ella y, así, sin previo aviso, el recuerdo que vuelve justo ahí, en medio de Barcelona, a miles de kilómetros y días desde el último suspiro, sin razón alguna. Con sólo atravesar la plaza de Catalunya llegaría a su destino, pero él se ha quedado fijo en su lugar, como si con el recuerdo volviera también la presencia, la cercanía.
Adriana. El sonido que alerta a los ciegos del cambio del semáforo lo espabila a él también, cegado momentáneamente por la memoria, tan vívida que le recorre la piel, la espalda, los huesos y los pies mientras atraviesa por el paso de cebra. Todo a su alrededor es distinto, los acentos, los olores, el clima, la barba que recubre su rostro, la comezón en su espalda. El recuerdo no tenía por qué haber vuelto y sin embargo lo ha hecho, como vuelve una vieja enfermedad.
Adriana. Y sus largos cabellos sobre él cuando hacían el amor. Y su manía de cortarse las uñas de los dedos de los pies cada cinco días. Y la canción que tarareaba incesante cuando llegaba a casa y se metía al baño. Y su ombligo tan redondo anunciando las caderas cuando usaba bikini. Y las primeras pláticas, los primeros viajes, los primeros muebles.
Adriana. La tarde de la primera batalla, el rasguño en la mejilla que le provoca acercarse la mano a la oreja mientras sigue su camino. Los meses subsecuentes llenos de angustia, de peleas incesantes. Los motivos perdidos, el tono de voz que aumentaba y nunca disminuía, la furia acumulada en las muñecas, en los antebrazos. Mañanas heladas con un rugido en el estómago.
Adriana. Años que pasaron como una silla incómoda para aquel que no tiene donde más sentarse. La noche de la furia sobre la ciudad, con los ojos encendidos que siempre había pensado eran sólo metáforas irreales. El reclamo del descubrimiento del engaño. Los insultos de ella ante la imposibilidad de justificarse. Los gritos y el plato estrellándose contra la puerta del horno. Los cristales en el suelo, peligrosos para sus pies descalzos de uñas recién cortadas.
Adriana. La puerta del almacén se abre y el cambio del ambiente de la calle al de la enorme tienda departamental lo hace reubicarse en el tiempo y el espacio. Ya no pasan por su cabeza la separación y ruptura, ni la acidez que terminó por convertir, con una intensidad inusitada, al amor en odio. Ni tampoco recuerda porqué debía irse a vivir a otro continente.
Adriana. Él hace sus compras. El malestar de la memoria ha pasado, dejándole una vibración en los omóplatos. Se ironiza a sí mismo por tanto tiempo ya transcurrido desde aquel entonces y por haberse preocupado por un simple destello del pasado, indeseable pero inofensivo. La puerta del almacén se abre una vez más y se encamina a la esquina para cruzar la calle, frente a las fuentes perennes de la plaza.
Adriana. Hola, le dice. Él voltea, porque no puede ser. Pero es. Y en ese momento el recuerdo no vuelve, ni nada. La memoria, la mente entera, lo abandona a su suerte. Ahí, en una esquina de la plaza de Catalunya, en el centro de Barcelona, inexplicablemente, está junto a él la única persona a la que, piensa, no quería encontrarse ni en Plutón. Jamás.
Adriana. Hola, le contesta. Y se ve obligado a saludarla de beso, de dos besos, aunque la sola idea le repugnará cuando recuerde aquel lúcido momento. Incluso más que el que ella le dijera que estaba recién casada y en su luna de miel, presentando al flamante marido. Y, después de eso, todo un gran pasar borroso de memorias. Y la imagen de ella recién casada, con un horno nuevo, de luna de miel en Barcelona, con las uñas de los pies recién cortadas. Y el tiempo perdido en olvidarla.
Adriana.
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Este cuento apareció por primera vez en El Polemista, Número 2, Verano 2005, Primera Época; y en este mismo blog el 10 de abril de 2005. Se reproduce aquí por motivos, digamos, astronómicos.
1 comentario:
Ah esta bueno! Me gusta por que me recuerda esos momentos cuando uno se siente como un pobre diablo.
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