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16.6.09

Bloomsday

¿Cuándo termina un día? El día termina cuando cae el sol, sí, pero ¿cuándo, humanamente, acaba un día y se pasa al otro? Pensar que sea cuando dan las doce de la noche es como creer que en verdad cuando se pasa la línea del tiempo internacional ya es otro día, es como creer que en Nepal se está acabando el día siguiente a este, que para mí no ha empezado, aún, a terminar. Supongamos, entonces, que si bien no se sabe cuándo termina un día, el día comienza cuando uno despierta. Bien.

A las 3:52 de la madrugada me levanté para ir al baño. Llanta, nuestra gata de seis meses, estaba dormida pero ello no le impidió maullar junto a la puerta para que la saludara al salir. Luego bebí un vaso de agua o tal vez de cocacola y volví a la cama.

El día volvió a comenzar a las 7:13. El gato maullaba. Me metí al baño de nuevo, luego abrí la llave de la regadera. Hace tres semanas cambiamos el calentador de 22 años de el departamento por uno nuevo y automático. Mis "regaderazos" han pasado de ser de tres minutos y medio a ser de casi quince. Agua caliente: no hay nada mejor en el mundo. La espuma en mi cabeza detonó dos ideas: debo cortarme el pelo pronto y ¿cuándo fue la última vez que fui? Mi peluquero vive a la vuelta de la casa de mis papás, bastante más lejos de donde ahora vivo. Siempre digo que si viviéramos en Europa, mis papás vivirían en Suiza y yo en Italia, no por las condiciones, sino por las distancias.

El peluquero en realidad se mantiene no de su clientela civil sino de la cantidad de soldados que pasados largos fines de semana o periodos de permiso necesitan un corte de pelo para pasar la revisión al volver al campo militar #1, que está casi en frente. Antes, cuando lo iba a ver más seguido (los sábados al medio día nunca tiene gente esperando) me divertía oyéndolo contar cómo se iban los muchachos a las inundaciones, a los terremotos, a ayudar. Ahora no: sólo quedan cuentos trágicos de cómo cada vez van menos muchachos a verlo, porque los tienen en Ciudad Juárez, muriéndose o cortándose el pelo en otro lado. Creo que, como cada vez que voy tiene menos gente, el peluquero va cobrando más. No sé: le doy cincuenta pesos y él no hace por darme cambio aunque cuando empecé a ir con él (hace ya diez años) cobraba 20.

El vestirse es tan obvio que nadie lo cuenta en sus cuentos. Más bien se cuenta el salir desnudo, o con la ropa equivocada. Mi mujer, mi ardilla, duerme, espero unos minutos más para despertarla. Me visto con parsimonia. Una camisa azul y unos dockers. Son cómodos los dockers: me veo más aseñorado, pero es mejor que el traje. Nunca pensé que la transición hacia una vida de oficina fuera tan... insípida. Siempre pensé que habría alguna batalla interna en mí, algo que me dijera: no, no puedes hacer eso, no hay vuelta atrás. Pero nada. Ahora llego a las 9 a la oficina, salgo a las 7 o casi y no pasa nada, es como si ese tiempo no transcurriera.

En el camino al trabajo justo pienso eso: es triste, me pone triste, que mi trabajo, que uno pensaría es increíble, esté tan vacío. Me pasó lo mismo cuando estudié letras: cuando terminé la carrera dejé de leer. Por más de un año. Bueno, leía, sí, pero ya había perdido esas ansias que alguna vez tuve por devorar novelas, cuentos y ensayos a dos por semana. Es como si mi pasión se hubiera consumido, como un amor que acaba por tedio, por verse todos los días, por libros abandonados por ahí, sin haber pasado de la página 30.

Pues si estudiar literatura mata pasiones, trabajar con ella es peor. Lo más malo es confirmar esa sospecha que uno tiene desde que empieza a estudiarla en serio: en realidad no existe. Bueno, sí, sí existe, en al menos dos sentidos: como aquella expresión humana sublime y estética que sobrepasa las barreras del tiempo para volverse, junto con el nombre de su autor, eterna, y como todo aquello escrito y legible que cumple algún fin delimitado: sea informar, entretener, difundir, asombrar; en este último punto es donde la literatura médica y la poesía decente van de la mano. No, lo que no existe es la literatura como negocio impreso. Ojalá desapareciera el papel de una buena vez, así veríamos cómo una muy buen parte de lo que se considera literario desaparecería sin que nadie lo notara. ¿Cómo? Si ya no se detenta el medio de difusión, no hay cómo hacerse notar entre millones de voces. Tengo una imprenta, tengo una editorial, tengo una librería, tengo el medio de censura oficial, tengo un premio literario: este es el método normal de la literatura. Si no pregúntenle a Pasternak, a Churchill. El día en que ya no importe quién tiene el dinero para costear el papel y la distribución, entonces vamos a ver qué en verdad es literario, de qué lado masca la iguana. Can't hardly wait.

Estoy cansado. Seguiré, mañana.

Ya es otro día, aunque en realidad es el mismo. O no, depende mucho más del tiempo que transcurra en la lectura que el tiempo que transcurra en la escritura. Qué difícil es trasladar el tiempo a la narrativa. Sólo los verdaderos buenazos lo hacen. Esto, como el estirar las reglas gramaticales, es algo que, si bien se puede aprender, no se puede enseñar. En el trabajo día con día me llegan propuestas literarias que debo rechazar sin más, la mayoría por problemas mucho mayores que el manejo temporal. Lo que llega a mis manos no es, en un 90%, ni siquiera literatura que pudiera convertirse en tal con dinero. Sí, porque el dinero en edición, corrección, un diseño lindo y un forro decente convierte la poesía pasable en decente, la decente en buena, la buena en destacable. Lo que no puede hacer es convertir la mala poesía en buena. Hay cosas que el dinero, de verdad, no puede comprar.

Lo más triste del trabajo es que me vuelve cínico. Es fácil volverse cínico cuando, en esencia, el trabajo es fácil. Parafraseando a Seinfeld, identificar la mala literatura sí es como distinguir un toupeé. Hay quien usa pelucas muy buenas, pero el disfraz siempre se cae. Y entonces el cinismo es creciente. Una que otra vez dejas que un desconocido pase el primer filtro, pero siempre es rebotado: no hay modo, puesto que la cantidad de cosas buenas que hay por ahí escritas por gente con "nombre", aún en medio de todas las malas, sobrepasa por mucho la capacidad de inversión de cualquier editor, ya no digamos de los lectores, que cada vez son menos. Hay tantos libros (y si ya llegamos hasta libros quiere decir que alguien pensó que, al menos, su contenido no es malo) que no hay espacio suficiente en el mundo para tenerlos todos.

Vino un hombre a verme. Traía consigo la poesía de cuatro generaciones familiares: él, su padre, su abuela, su bisabuelo. Todos inéditos, todos desconocidos, todos tal vez pasables. Lo rechacé sin más. Generalmente les regalo un libro y se van contentos, pero él no.
—Pero entonces, ¿cómo hago para que me lo publiquen? (Él)
—Mire, señor, en esto hay que tocar muchas puertas. (Yo)
—Pero es que ya me lo decían, en este país a nadie le interesa... (Él)
—No es que no interese, es que hay otros lugares donde estarán más interesados... (Yo)
—Pero ¿cómo van a estar más interesados si usted dice que esto no se vendería? (Él)
—No, yo le digo que lo más probable sea que, si lo dictamino, termine por ser rechazado, probablemente por sus perspectivas económicas, sin detrimento alguno de su contenido, que desconozco aún... (Yo)
—Yo pensaba que aquí interesaba la cultura. Porque eso dice en el nombre del lugar, ¿no? "Cultura"... (Él)
Y así por media hora, hasta que se cansó de que le dijera que no, y se fue.

Ayer llegaron muchas más propuestas. Tenemos hasta un código que en unos seis u ocho caracteres define el futuro de las propuestas que llegan casi cada hora a mi correo electrónico. La mayoría de los destinos es corto. Cuando llegan por correo implican más trabajo, porque cuando vienen en persona les podemos decir, de entrada, que no, que muchas gracias, que lo lleven a otro lado. Cuando llegan por correo electrónico hay que gastar tiempo y dinero en justificar los rechazos: dictámenes, registros, reportes. Resumiendo: no, no hay lugar para más libros, desistan. Por favor.

El señor de la poesía de las cuatro generaciones me causó un colapso de cinismo. Eso y que tenía que entregar unas tablas con presupuestos (que no servirán de nada, al final, como siempre) y no salí de la oficina: pedimos pizza. ¿Hay cosa más decadente que pedir pizza? No, si como a mí no te alcanza de todos modos para comer pizza todos los días a pesar de tener tanto trabajo que no puedes salir de la oficina para ir a casa a comer, por ejemplo. En estos casos, la pizza es sinónimo de todo lo que anda mal con la humanidad. Salí por la tarde del trabajo francamente agotado. Ojalá mi agotamiento se reflejara en mi estado físico, pero no hago sino engordar. Y estar cansado. Y cansarme de las necedades de la oficina, las luchas internas por los diminutos, microscópicos, cotos de poder que tienen todos los involucrados en hacer que un libro "aparezca". Noticia, queridos co-laboradores: todo esto es absurdo, sería mejor poder pasarla bien y sin intrigas, al menos.

Ya en casa, mi mujer estaba acabando unas listas y me puse a jugar con Llanta y a ver la televisión. Un hombre lleva al matadero a sus pavos, a los que había cuidado todo un año, para convertirlos en comida: se despide de ellos por su nombre (Becky, digamos), otro los cuelga de una percha de metal, les inserta un tubo en la boca y, sin más dilación, activa un interruptor que hace pasar 600 volts por el cuerpo del pavo. Un co-co-coooó breve y Becky está muerta, pero para asegurarse le rebana el cuello. El dueño de los pavos hace un gesto y va por otro. Luego, una vez muertos seis u ocho, los despluman. Uno de ellos dice que es más fácil cuando todavía están tibios, el dueño no para de repetir que qué bueno que no están sus hijos para ver aquello, las plumas de Becky y los demás pavos por todo el suelo, cubiertas de sangre.

Luego vino mi mujer, mi ardilla, y me llenó de besos. Me preguntó si me pasaba algo. Le dije que sí, que, para no hacer el cuento largo, estoy casi seguro de que si yo mismo llegara conmigo a mi oficina con mi libro de cuentos y lo propusiera para publicar, yo no me daría a mí mismo ni siquiera el beneficio de un dictamen y me rechazaría sin más. No puedo seguir así sin empezar a devorarme a mí mismo, era lo que quería decir. Mi mujer me miró, me acarició la frente y me preguntó que si quería cenar algo. Le dije que sí. Me trajo un mamey. Era un mamey perfecto. Color, olor, sabor, textura. Un japonés hubiera matado a otro por media cucharada del kilo completo de perfección de la fruta que me cené sin más contemplación. De pronto las cosas ya no parecían estar tan mal. Si el mamey está bien, ¿qué importa?

Conversamos un poco sobre frutas. ¿Será el mango primo del mamey? Yo le dije que más bien me parece que el aguacate y el mamey son parientes y que el mango es otra familia; fruta al fin, sí, pero de otra estirpe. Y aún así, entre las frutas hay tanta variedad, son como roedores: hay desde ratoncitos de campo hasta el capibara, pasando por conejos y ardillas. Y topos, me dijo mi ardilla. Nos besamos. Creo que un topo no es un roedor, le dije. No importa. Nos fuimos a la cama. Luego eran las 10:55 de la noche.

A las 11:34 de la noche me levanté de la cama, fui al baño, limpié la arena del gato, le cambié el agua y escribí la primera parte de esto. Luego, cuando me cansé, una hora después, volví a la cama.

¿Cuánto dura una noche? He tenido algunos sueños que han durado años, y noches vacías que han pasado en un segundo. Compartir los sueños, ya sea contándolos, escribiéndolos o incluso durmiendo con alguien, es materia imposible. Si ya es difícil transmitir la sensación de un día real, entonces del tiempo interno del sueño... La redacción del fluir de conciencia se encuentra, entonces, a caballo entre Los sueños de Akira Kurosawa y 24 con Kiefer Sutherland, entre Joyce y José Emilio Pacheco, entre Hamlet y Segismundo. Bien. Buenas noches, o buenos días, entonces.

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6 comentarios:

Javier Moreno dijo...

Buen recuento. Yo quería ser sistemático pero al final la pereza pudo más y escribí sobre algo que podía haber escrito cualquier día.

Coppelia dijo...

Lei tu Bloomsday y dolió, se sintió tan real y tan fuerte como sólo puede ocurrir cuando lo has vivido. O visto de cerca.

Tambien tengo mi "obrero de la cultura" en casa. También lo he visto ir dejando las letras. Le he leído el ahogo en los ojos. Chale.

Extrañaba leerte. Ahora ya no sé si me dio gusto, pero hacía falta...

Sandra dijo...

Me gustó mucho.

Anónimo dijo...

Excelente relato!

Saludos y suerte

LIVUX

Portnoy dijo...

"no pasa nada, es como si ese tiempo no transcurriera"... me pasa exactamente lo mismo, como si vivir se interrumpiese por la jornada laboral... en fin, la realidad...
Muchas gracias por tu colaboración

Reiben dijo...

Con esa frase de la duración de la noche decidí que tenía que bajar tu libro.

Y lo hice.

Y lo empiezo a leer...

...

...

ahora.

Saludos.