"Death hath so many doors to let out life"
John Fletcher
Por primera vez en su vida, Wilborn Hampton no sabe qué escribir. Se detiene en la acera, todavía debajo de la marquesina, pasándose los dedos una y otra vez sobre su tupido bigote mientras observa el póster de la obra que acaba de presenciar, El Festival de Shakespeare de Palm Beach presenta “Cardenio” original de William Shakespeare del 2 al 19 de Mayo 1996 Musical Theater Works 440 Lafayette Street Manhattan, anuncio simple en blanco sobre negro, y la frase, ¡La obra de Shakespeare que nadie ha visto!, tan incómoda como llamativa, haciéndolo toser. Las últimas personas salen ya del recinto, algunos toman taxis que siempre abundan a estas horas en la zona de Broadway, mientras Hampton suspira y echa a andar lentamente hasta el lado oeste de la ciudad, a la calle 43. Sabe tres cosas que repasa una y otra vez en el trayecto, la primera es que tiene que llegar a escribir la reseña de la obra como hace todas las noches de jueves desde hace ya tantos años, la segunda es que hay algo de la obra que no encaja, no sabe exactamente qué, pero hay algo que está mal, y la tercera es que mejor debería de haber tomado el metro, de Astor Place hasta la 42, su cuerpo ya no está para caminar tanto.
Lewis Theobald, amarillo hasta los ojos, apenas podía respirar. Sabía que estaba muriendo, pero no sabía de qué. Hacía apenas un año que su piel había empezado a tomar ese tinte macilento y, lo que parecía no tener importancia alguna, terminó por causarle la muerte. Los doctores, esos doctores que no sabían nada, como acostumbraba decir, le dijeron algo de la bilis, de la amargura, los celos y el hígado, la bilirrubina, la hinchazón, en fin, tantos términos que ni ellos entendían. Justo antes de expirar, el señor Lewis piensa en el berrinche que haría su contrincante, Alexander Pope, al darse cuenta de que el Cardenio original, la única copia que él había tenido en su poder, estaba definitivamente perdida y que el mundo iba a tener que contentarse con su versión, que en realidad era mucho mejor, decía a menudo. Al fin, pensó con su última sonrisa, casi nada de la obra era de Shakespeare, casi toda era de ese John Fletcher, un autorcillo bastante menor que no pudo, que no pudo, y yo sí.
Los pies le palpitan a Wilborn Hampton en el elevador, pero trata de no pensar en ello. Llega al piso de su oficina y le pide a su secretaria que le consiga el número personal de Charles Hamilton, un café y dos aspirinas. Apenas pasadas las 10 de la noche suena el teléfono del estudio personal del señor Hamilton, quien, contrario a su costumbre, interrumpe su lectura para contestar. La voz del otro lado del teléfono se presenta como un editor del New York Times y rápidamente le explica la necesidad que tiene de aclarar algunas dudas con respecto a sus estudios sobre el Cardenio de Shakespeare. Hamilton observa el reloj de la pared y accede a la cita esa misma noche en un pequeño bar de la 67, muy cerca de su casa.
Aquella tarde John Fletcher se detuvo a contemplar el anuncio clavado en la puerta de la catedral de St. Paul. La peste se extiende, advertía el cartel impreso sin ningún cuidado, y recomendaba salir de la ciudad o refugiarse dentro de las casas sin tener contacto con el exterior, especialmente con los gatos. No puede importarle menos a John quien tenía decidido ir a medirse un traje nuevo y salir al día siguiente de la ciudad. El traje, pensaba, debía tener bordado el año que corría entonces, 1625, junto a la manga, antes de los olanes de la camisa, para que reluciera junto a su bastón, y también en la capa cerca de los botones, y debía estar listo antes de la presentación de su nueva obra ante la corte. Sin embargo, esa misma noche John Fletcher muere en la calle junto a una hostería por donde corre el canal del desagüe hasta el río, con una rata olisqueándole las botas, el arrepentimiento de haberse quedado y las protuberancias negras saltando por debajo de la muy costosa capa con forro de terciopelo, la que nadie roba por temor a tener el mismo destino.
Dígame una cosa, señor Hampton, ¿cómo es que un joven periodista, recién egresado además, que presencia el asesinato de John F. Kennedy, llega a convertirse en crítico de teatro? pregunta Charles Hamilton. Wilborn le da un segundo trago a su bourbon y contesta con eufemismos y volteretas, en fin, no dice casi nada mientras piensa en su vida como imágenes de televisión, la infancia y la adolescencia normales y comunes, la universidad, la beca, la graduación, ir a Dallas a cubrir su primera noticia, los balazos, las fotos, la llamada al NYT, el primer libro, el matrimonio, el segundo libro, el puesto de editor, el divorcio, y al fin lo que quería desde el principio, el teatro. Después le pregunta a Hamilton por el Cardenio, le pide que le hable sobre Shakespeare. Eso es complicado, dice Hamilton mientras tamborilea sus dedos sobre la borde del vaso y después habla de muchas cosas, pero principalmente de registros. Registros de bautizos, de defunciones, de funciones, de autores, de ediciones, de egresos, de herencias, de vida, que pretenden demostrar el origen de la obra. Wilborn Hampton, mareado y sumamente aburrido, al darse cuenta de que el debate sobre las cinco, seis, o siete probables firmas de Shakespeare podría durar días enteros, interrumpe a Hamilton y le pregunta cómo puede estar tan seguro de haber encontrado el Cardenio de Shakespeare, si hay tanta controversia alrededor de la autoría. Charles Hamilton sonríe mientras le entrega a Hampton unos desordenados papeles en un fólder y le contesta, es muy fácil, porque la letra es la suya.
Hace tiempo que el Globe Theater había sido consumido por el fuego, pero John Fletcher aún no se había acostumbrado a ensayar en el nuevo lugar. William le había dicho que el cañonazo de Enrique VIII podría ser peligroso, y, cuando las cortinas empezaron a quemarse definitivamente, le dio un ataque de pánico, pero afortunada y asombrosamente no había muerto nadie y la obra se volvió a presentar, sólo que en otro espacio. Sin embargo ahora le parecía que algo andaba muy mal, las fiebres de William aumentaban día con día y últimamente no lo dejaban salir de Stratford. Además, las infusiones de azufre parecían no estar ayudando y menos le ayudaba el que Ann le recordara tan a menudo que eso se ganaba por andar en correrías con el sucio Ben Johnson, ojalá te acabes muriendo de esa porquería que te pegó, a menudo le gritaba. No, William y ella nunca se habían llevado demasiado bien, aunque Ann era una buena persona. Al final, al día siguiente, un martes 23 de abril, le avisaron que había muerto y tomó el carruaje hasta Stratford, atravesando las angostas y sucias calles del lado pobre del Támesis, apenas deteniéndose a comprar un puñado de nabos hervidos para el camino.
Wilborn Hampton lee en las primeras líneas de los papeles algo sobre la Biblioteca del Museo Británico, un manuscrito anónimo en la siguiente hoja, un resumen de las comparaciones de un renombrado grafólogo en otra y algunas notas sobre dos volúmenes localizados en los números C.45.b.11 y en el 841.d.32(7) de las estanterías, en los cuales sus respectivos dueños dejaron las marcas de su lectura y posesión, así como reminiscencias de un Theobald Lewis, un Alexander Pope, un John Fletcher y, al final, William Shakespeare, en los últimos folios. Hampton cierra el fólder y mira a Hamilton con desconfianza, éste le explica que la lectura no le tomará más de un par de horas, y a partir de ello podrá sacar sus propias conclusiones acerca de la falsedad o veracidad de los orígenes de la obra que acaba de presenciar, pero ¿por qué tanto conflicto sobre una puesta en escena?, ¿está tan mala?, pregunta Hamilton mientras se levanta de la mesa y se despide, sin esperar una respuesta. Las últimas preguntas de Charles Hamilton resuenan en los oídos del editor del New York Times mientras va camino a casa, con el fólder bajo el brazo, está cansado y no sabe qué pensar. Ese es exactamente el problema. La obra está bien montada, el vestuario, el lenguaje, la escenografía, las actuaciones, todo está en su lugar, hasta la dirección, cosa rara. Pero hay algo que no le permite escribir la reseña, algo que debe estar en los papeles que coloca en su mesita de noche antes de dormir.
John Fletcher estornudó antes de bajar del carruaje en Chapel Street y no pudo evitar pisar el lodo. Las lluvias no habían sido benevolentes ese año y le habían provocado un ligero malestar para el que ya había recibido tratamiento por parte del barbero y sus sanguijuelas que, esta vez, parecían no haber surtido el efecto deseado. Después de despedir al chofer, limpió su nariz con el pañuelo, se ajustó la capa y el bigote y cruzó el umbral exterior de la casa justo frente a la capilla. Nunca se había acostumbrado al dinero, porque no podía negarlo, se había convertido él mismo en un hombre rico gracias a su talento, pero le resultaba imposible asimilar la fastuosidad del enorme New Place de Stratford, aunque sus visitas cada vez se hacían más y más frecuentes. Esta vez llevaba un libro bajo la capa, una traducción reluciente que Thomas Shelton le acababa de hacer a la nueva sensación, el Quixote de un tal Cervantes. Estaba seguro que la historia del capítulo XXIII le iba a interesar a William lo suficiente como para escribir una obra más juntos. Las primeras presentaciones de Enrique VIII habían funcionado bien y John Fletcher esperaba seguir teniendo el mismo éxito. No me acaba de gustar, John, dijo William, sentado en el escritorio, cerrando el libro, y John, asombrado contestó que es fantástica, el pastor que se pierde en las montañas atacado por los celos imaginarios, la locura dentro de la locura, el engaño usado para demostrar un engaño, incluso las historias de capítulos posteriores podrían servir como plataforma de la obra, pero Shakespeare solamente dijo que no, escríbela tú y me la traes cuando te atores, mientras acariciaba la gruesa pasta de piel del libro y limpiaba el tintero con la tela de su camisa.
Durante todo el día la secretaria de Wilborn Hampton ha negado las llamadas entrantes para su jefe, mientras lo observa anotar, leer y releer sin descanso. A veces le lleva café y a la hora de la comida un bagel, pero nada más. Dentro de la oficina, él mismo no se lo puede explicar, mientras se envuelve en hechos plagados de incongruencias y huecos de 400 años. Lo peor es que al final del día definitivamente sabe más que cuando empezó, pero no ha escrito nada de la reseña. Sabe que debe de entregarla, pero no puede, está agotado y se va a su casa sin decir palabra, casi sin revisar el plan de la edición del día siguiente. Por segunda vez en su vida, el señor Hampton no sabe qué escribir y decide caminar hasta su casa, esperando llegar tan cansado que no le quede más remedio que dormir y encargar la reseña a algún practicante para olvidarse del problema. Sin embargo esta vez la caminata surte efecto y, apenas llega, toma un buen trago de bourbon y redacta de un tirón la reseña completa sobre Cardenio, en donde escribe, a manera de conclusión que, aunque la puesta en escena es impecable, la obra en sí, en realidad, no es tan buena. Seguramente Shakespeare debe haber pensado lo mismo cuando acompañó a Fletcher a registrar la obra con el nombre de ambos, diciéndose a sí mismo que sólo era un pequeño favor y que a nadie le importaría.
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* Este cuento obtuvo el 1er lugar en el 1er Concurso de Cuento Histórico en la categoría universitaria, convocado por la revista Arqueología Mexicana y la UIA, a finales de 2002. Forma parte de mi libro de cuentos "Con Subtítulos en Inglés".
2 comentarios:
Buenísimo, buenísimo, buenísimo, y tome en cuenta que me quito el bombín para decirlo.
Buenísimo, buenísimo, buenísimo, y tome en cuenta que me quito el bombín para decirlo.
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